lunes, 16 de diciembre de 2019

El error como motor de la evolución

El Texto genético sufre errores cuando se copia o se intentan reparar los daños que pueda sufrir

ENRIQUE CERDÁ OLMEDO - 22/08/2004

La diversidad de los seres vivos, incluso dentro de la misma especie, la transmisión de rasgos de unas generaciones a otras y la eficacia de la selección de muchos rasgos deseables se conocían y se aplicaban mucho antes de que Darwin formulario sus pensamientos, hace casi 150 años.

Un aspecto esencial, el origen de la diversidad, solo empezó a entenderse ya bien rodado el siglo XX, cuando se Averigua que todos los seres vivos contienen y transmiten a sus descendientes un texto (el ADN) escrito con un sencillo alfabeto de cuatro letras ( los nucleótidos). El texto genético no puede mantenerse constante, porque sufre errores cuando se copia o se intentan reparar los daños que pueda sufrir. Por ejemplo, las radiaciones ultravioleta y otras de energía aún mayor y muchos compuestos químicos, naturales o artificiales, alteran el ADN y hacen su información difícil o imposible de leer y ejecutar. No hay copista perfecto ni restaurador que acierte siempre con el contenido original de un texto dañado.

Nuestras células tienen varios equipos de copia y reparación que se componen de más de 150 proteínas distintas, entre ellas al menos quince copiadoras (polimerasas del ADN) con distintos grados de fidelidad. En funcionamiento normal cometemos un error por cada mil millones de letras copiadas, pero esta cifra varía según las circunstancias y de unos seres vivos a otros. Muchos virus hacen un error por cada mil o diez mil letras copiadas. Las reparaciones son en general más defectuosas que la copia normal, sobre todo cuando los daños son graves y abundantes.

Con el tiempo, los cambios de texto (mutaciones) se acumularían de padres a hijos, a menos que se eliminarán por selección. Mientras se mantienen, constituyen el lastre genético de la población, el conjunto de defectos hereditarios que, más o menos, nos afectan a todos. Un aumento considerable de la frecuencia de mutación, digamos al doble, causar un lastre genético incompatible con el mantenimiento de nuestras sociedades. Una frecuencia de mutación menor habría dificultad la aparición de los cambios heredables que nos han llevado a ser lo que somos. También harán falta nuevos cambios genéticos si nuestra especie aspira a sobrevivir y reproducirse eficazmente en un mundo cambiante. La conservación es una batalla perdida de antemano; el ingenio no nos bastón para adaptarnos a los cambios pasados y no creo que baste para adaptarnos a los futuros.

En el desarrollo de un organismo los cambios genéticos pueden ser perjudiciales. Por ejemplo, el cáncer se debe a la aparición de ciertas mutaciones en nuestras células somáticas, las que forman nuestros tejidos pero no van a dar lugar a nuestros hijos. Se explica de esta manera que sufran muchos tumores las personas que tienen equipos defectuosos de copia y reparación y las que se exponen a agentes que dañan el texto genético.

Liberadas de la servidumbre de sufrir mutaciones para favorecer la evolución, nuestras células somáticas podrían tener equipos perfectísimos de copia y reparación, al menos como los mejores que se encuentran en otros organismos. Triste es que carecemos de fotoliasas, unas proteínas que usan casi todos los seres vivos para reparar muy eficazmente los daños producidos por las radiaciones ultravioleta aprovechando la energía que llega con la luz del sol.

Sospechamos por tanto que esas carencias tienen la utilidad de limitar nuestras vidas para dejar sitio a nuestros descendientes y vía libre a la evolución biológica. Si queremos que nuestros descendientes sean matusalenes en serie, tendríamos que ir pensando en modificar los genes responsables de los equipos de copia y reparación de nuestras células somáticas.

E. CERDÁ, catedrático de Genética, Universidad de Sevilla

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