lunes, 18 de diciembre de 2017

¿Democracia sin lectura crítica?


10/27/2015 12:00:00 PM



En Colombia solo tres de cada mil jóvenes escolarizados alcanzan esta habilidad a los 15 años. Sin lectura crítica no es posible elegir de manera responsable. Mejorar la calidad de la educación es necesario para vivir en una democracia.

El periodista y escritor Eduardo Galeano sostiene que en el siglo XX se violaron la mayoría de derechos humanos. Por ejemplo, durante los años setenta en el Cono se suprimieron los derechos civiles, sociales y políticos. La tortura se convirtió en el método, por excelencia, para conseguir información. El terrorismo de Estado  se usó indiscriminadamente con el fin de generar el miedo constante en la población. El secuestro y la desaparición fueron el pan de cada día para los sindicalistas, los intelectuales, los artistas y los estudiantes: casi todos ellos fueron catalogados como subversivos. Los opositores fueron considerados indeseables.

Para desgracia de la humanidad, quienes más ferozmente han violado los derechos humanos jamás van presos. Ellos, como señala Galeano, tienen las llaves de las cárceles. Sin embargo, el escritor sostiene que un derecho que no pudo ser eliminado: el derecho a soñar y a pensar distinto. En esta última tesis no estaría de acuerdo con Eduardo Galeano.

En Colombia, y en diversos lugares del mundo, soñar y pensar distinto son actos que siguen sacrificándose. La libertad necesita de condiciones que, desafortunadamente, no se cumplen en la mayoría del continente. Solo son libres aquellos que piensan por sí mismos, dijo Kant dos siglos atrás. La ignorancia hace a las personas presa fácil de los prejuicios sociales, políticos e ideológicos; de la manipulación de los medios de comunicación, de las ideas mágicas, simplificadoras y supersticiosas, de los personajes mesiánicos, del reduccionismo, la intolerancia y el fanatismo.

Por eso, una persona que todavía no domina la lectura crítica tiene graves limitaciones para interpretar la realidad material y simbólica. La lectura y la escritura de calidad nos liberan del tiempo y del espacio en el que vivimos. Nos permiten trascender, interactuar y dialogar con personas en múltiples contextos históricos, culturales y regionales. En consecuencia, aprehendemos no solo de nuestra propia, limitada y singular experiencia, sino esencialmente de la experiencia acumulada a lo largo de la historia por los 110.000 millones de seres humanos que, se estima, nos han antecedido en su paso por el planeta Tierra.

Es por ello que la socióloga y antropóloga Michele Petit tiene razón cuando considera a la lectura comprensiva como condición de la democracia. Sólo así , afirma, podremos elegir destino, resistirernos de mejor manera a la opresión, y dejaremos de ser objeto de los discursos y los pensamientos de otros. Alberto Merani, por su parte, explica que el hombre se vuelve humano, “únicamente cuando ha convertido en instrumento de las relaciones sociales la cualidad objetiva del pensamiento y el lenguaje; y concluye que sin educación no hay libertad y que sin libertad no hay educación que valga la pena”.
En Colombia solo tres de cada mil jóvenes escolarizados tienen un nivel de lectura crítica a los 15 años, según las últimas pruebas PISA que han sido aplicadas y tabuladas. Lo cual les permite distinguir matices en las afirmaciones, captar los pensamientos profundos que subyacen a los textos y encontrar posibles incoherencias en las ideas de un autor.  

¿Cómo serán las dificultades que tienen estos mismos jóvenes para distinguir matices en las ideologías de los partidos políticos? ¿Cómo serán las limitaciones que tienen para comprender la conveniencia de un programa político, económico o cultural y para evidenciar lo equivocado que pueda ser elegir a un candidato en unas elecciones locales o regionales? Mientras los niveles de comprensión lectora en el país permanezcan así no podremos hablar de democracia y libertad. Necesitamos ciudadanos que puedan elegir y construir su propio destino.

El país acaba de pasar por una jornada electoral que definió los gobernantes locales y regionales para los próximos cuatro años. La conclusión es muy clara: mientras no mejoremos de manera sensible la calidad de la educación no podremos hablar de que vivimos en una democracia. Los niveles ínfimos de lectura crítica que hoy alcanza nuestra población demuestran que no estamos en la capacidad de elegir adecuadamente.

En Colombia, millones de personas tienen más de dieciocho años, pero muy pocos son mayores de edad en el sentido kantiano; es decir, muy pocos tienen herramientas y criterio para pensar por sí mismos. Sin lectura crítica no es posible elegir de manera responsable. Es por ello, que mejorar la calidad de la educación es una condición sine qua non para que podamos decir que vivimos en una democracia.

* Fundador y director del Instituto Alberto Merani. 
Fuente: Semana/Opinión

Días de selfis y coito veloz

Por: Reinaldo Spitaletta
9 May 2016 - 9:00 PM

—Profe, eso está muy largo. —¿Y qué tienen contra lo largo?
Estas situaciones en torno a la lectura de textos de cierta extensión, de algún largor no muy conflictivo, que no son Los miserables ni el Quijote ni El hombre sin atributos, en fin, se presentan en los ámbitos universitarios. Tal vez porque el mundillo de hoy está hecho para la rapidez, la irreflexión, lo superficial y aquello que sea digerible en cuestión de segundos.
Hay una resistencia al pensamiento, al análisis, y a todo lo que no quepa en ciento cuarenta caracteres, o aquello que sobrepase los límites de unos segundos de concentración. Acabo de escribir una novela, de unas sesenta mil palabras, sobre un mundo extinguido, en el que si acaso aparece un teléfono es de aquellos de mesa, con cable en espiral y disco de marcación con huequitos. De los mismos que en las casas de antes les ponía el papá o la mamá un candado miniatura para evitar tanta conversadera de novias y novios.
Digo que es una novela de un ámbito de ancianidades, de seres que viven sus últimos días, apurados por la enfermedad, desahuciados por los tiempos en los que el rock y la denominada “nueva ola” desplaza sus canciones apolilladas. Calendas en las que no había sicarios ni mafiosos ni padrinitos a la criolla. También novelables, por supuesto.
Hoy, quizá, determinados editores exijan novelitas de pacotilla, con selfies, youtubers, o aventurillas de consumo masivo para que la muchachada las devore sin digestión ni crítica, que habitamos un globo en el que entre menos se piense y cuestione, mejor. Ahora, aquello que el latino Horacio proclamaba como una manera de vivir el día, con intensidad, como si ya no hubiera más tiempo para “una larga esperanza”, es poder mostrar el vacío existencial a los otros, en una autofoto, en la que los labios puedan dibujar con sensualidad el “pico de pato” o con los pómulos con ácido hialurónico “para moldear más el rostro”.
Sí, estamos en los días del “divino rostro”, con rellenos (pero no sanitarios) para corregir arruguitas y con apelación al bótox como aliado de la bonitura, porque en los tiempos de la apariencia hay que lucir chévere, y así la selfie hará una maratón por las redes sociales, con muchos “me gusta”. De tal modo, como lo hubiera dicho el viejito Fernando González, cuya mayoría de textos no son largos pero igual tampoco se leen ni sirven para adaptación a telenovela, “vanidad significa carencia de sustancia, apariencia vacía”.
El nuevo narcisismo parece estar conectado con la atrofia del pensamiento crítico y de la falta de cultivo de la inconformidad social y política, con la hipertrofia de una sensibilidad por lo banal y desechable. Es más atractivo que una marcha por los derechos a una vida digna, hacer lo posible, o lo imposible, por rellenar “surcos nasogenianos” o disimular las “patas de gallina”. Para que la selfie salga de rechupete y relumbrón.
Para las novísimas tribus juveniles, acuciadas por el mundo digital en el que nacieron y crecieron, la paciencia dejó de ser un atributo y nada puede esperar. Saben que el Smartphone que tienen en la mano ahora, mañana será obsoleto. No pueden esperar a un desenlace de novela, no están para saber cómo murió don Quijote ni por qué un policía persiguió durante tanto tiempo a Jean Valjean y ante el fracaso se arroja a las aguas del Sena. Y menos hundirse en el monólogo de Molly o quedarse perplejos ante una descripción de una fumada con volutas caprichosas en una obra como En búsqueda del tiempo perdido, que para muchos de estos chalanes nativos digitales leer una obra de esas es, precisamente, perder el tiempo.
A lo mejor (y a veces no sin razones de peso) la universidad sea una suerte de obstáculo para el ejercicio de la vida rauda de ahora. No requieren disciplinas mentales, ni ilustración histórica, ni nada que no esté sintonizado con el hoy y su velocidad einsteniana. Están más preparados para el consumo, y sobre todo, para lo que antes llamábamos el esnobismo. Todo debe ocurrir ya: un polvo, un coito (eso de que el hombre es un animal triste después del coito es pura paja para ellos), una conquista… Ah, y el concepto de amistad lo da Facebook. Hasta razón tendrán, como mi abuelo, que decía que amigos no hay. Así que, profe, eso está muy largo. Pónganos a leer un tuiter.

viernes, 15 de diciembre de 2017

La vida en un selfie

Por: Javier Ortiz

¿Hace ruido un árbol que cae en un bosque solitario?
La paradoja, con la que los filósofos se preguntaban si el mundo material existía independientemente de la percepción de los individuos, tal vez habría que actualizarla con la siguiente: ¿Estuvo de vacaciones una persona que no anunció su viaje ni atiborró las redes sociales con imágenes de lo bien que la pasó?
En este mundo líquido, cada vez más lo virtual actúa como el marco de referencia que determina la existencia o no de los hechos. Nadie niega la importancia de las redes sociales. No entenderíamos el movimiento mundial de los indignados sin su capacidad de convocatoria, ni la primavera árabe ni las movilizaciones raciales de los últimos años en los Estados Unidos ni tampoco el éxito de muchas relaciones de pareja en los tiempos actuales; y conozco personas que han convertido a Facebook en una plataforma de pensamiento y debates de alto nivel.
Pero a pesar de todo eso, hay cosas de este mundo que cruzan la frontera de lo patológico. Hace un mes le regalé un ramo de flores a mi esposa el día de su cumpleaños que encargué a una floristería local. Ella, de fluida actividad en las redes sociales, tomó una fotografía al arreglo y la subió en su cuenta de Facebook. No había pasado una semana cuando una mujer colgó la misma fotografía del ramo en su perfil y lo anunció, dichosa, como uno de los regalos que había recibido en su cumpleaños. Allí estaban las mismas astromelias, los mismos girasoles, las mismas hortensias, en el mismo recipiente, sobre la misma mesa en la sala de nuestra casa. La foto, en su muro, era una triste imagen virtual que tapaba la verdadera realidad de esta pobre mujer. ¿Qué mundo se había construido a través de las redes sociales que la motivaban a acudir a una fotografía de otro usuario para hacerla pasar como suya? ¿Qué soledad infinita en medio de la multitud virtual la obligaba disfrazar su desdicha de felicidad? Tal vez el anterior ejemplo es una simple anécdota de color para ambientar esta columna. Sé de un expresidente y senador de la República, muy activo en las redes, que ha usado fotos de otras marchas y otros muertos, para hacerlos pasar como de acá, como si aquí no existiera dolor suficiente, simplemente para seguir justificando su mezquindad política.
La semana pasada se supo que una madre británica había sido condenada por un juez a cinco años de prisión, porque la encontró culpable de que su hijo de dos años muriera ahogado en un estanque cerca de su residencia mientras ella chateaba con su novio y subía fotos a la red. Nunca he tenido Facebook, y hace unos días, saturado de tanta información, y porque en realidad me quitaba un tiempo valioso que podía aprovechar para nadar en algún río, leer más, ver atardeceres reales, y sobre todo porque está claro que la insensatez y la estupidez se adapta con facilidad a las limitaciones de caracteres, decidí cancelar mi cuenta de Twitter.
Confieso que me supera el exceso de lo virtual y me genera esa sensación de niño que mira un carrusel que ya empezó a girar y sabe que nunca podrá subirse. Seguiré creyendo en la realidad de aquella persona que se fue de vacaciones, y que seguramente la pasó mejor que si se hubiera gastado el tiempo haciéndose fotos para demostrarle al resto que era feliz. Porque la vida sigue siendo lo que sucede mientras se te va el tiempo buscando el mejor ángulo para hacerte un selfie.
FUENTE: El Espectador/ Opinión