viernes, 15 de diciembre de 2017

La vida en un selfie

Por: Javier Ortiz

¿Hace ruido un árbol que cae en un bosque solitario?
La paradoja, con la que los filósofos se preguntaban si el mundo material existía independientemente de la percepción de los individuos, tal vez habría que actualizarla con la siguiente: ¿Estuvo de vacaciones una persona que no anunció su viaje ni atiborró las redes sociales con imágenes de lo bien que la pasó?
En este mundo líquido, cada vez más lo virtual actúa como el marco de referencia que determina la existencia o no de los hechos. Nadie niega la importancia de las redes sociales. No entenderíamos el movimiento mundial de los indignados sin su capacidad de convocatoria, ni la primavera árabe ni las movilizaciones raciales de los últimos años en los Estados Unidos ni tampoco el éxito de muchas relaciones de pareja en los tiempos actuales; y conozco personas que han convertido a Facebook en una plataforma de pensamiento y debates de alto nivel.
Pero a pesar de todo eso, hay cosas de este mundo que cruzan la frontera de lo patológico. Hace un mes le regalé un ramo de flores a mi esposa el día de su cumpleaños que encargué a una floristería local. Ella, de fluida actividad en las redes sociales, tomó una fotografía al arreglo y la subió en su cuenta de Facebook. No había pasado una semana cuando una mujer colgó la misma fotografía del ramo en su perfil y lo anunció, dichosa, como uno de los regalos que había recibido en su cumpleaños. Allí estaban las mismas astromelias, los mismos girasoles, las mismas hortensias, en el mismo recipiente, sobre la misma mesa en la sala de nuestra casa. La foto, en su muro, era una triste imagen virtual que tapaba la verdadera realidad de esta pobre mujer. ¿Qué mundo se había construido a través de las redes sociales que la motivaban a acudir a una fotografía de otro usuario para hacerla pasar como suya? ¿Qué soledad infinita en medio de la multitud virtual la obligaba disfrazar su desdicha de felicidad? Tal vez el anterior ejemplo es una simple anécdota de color para ambientar esta columna. Sé de un expresidente y senador de la República, muy activo en las redes, que ha usado fotos de otras marchas y otros muertos, para hacerlos pasar como de acá, como si aquí no existiera dolor suficiente, simplemente para seguir justificando su mezquindad política.
La semana pasada se supo que una madre británica había sido condenada por un juez a cinco años de prisión, porque la encontró culpable de que su hijo de dos años muriera ahogado en un estanque cerca de su residencia mientras ella chateaba con su novio y subía fotos a la red. Nunca he tenido Facebook, y hace unos días, saturado de tanta información, y porque en realidad me quitaba un tiempo valioso que podía aprovechar para nadar en algún río, leer más, ver atardeceres reales, y sobre todo porque está claro que la insensatez y la estupidez se adapta con facilidad a las limitaciones de caracteres, decidí cancelar mi cuenta de Twitter.
Confieso que me supera el exceso de lo virtual y me genera esa sensación de niño que mira un carrusel que ya empezó a girar y sabe que nunca podrá subirse. Seguiré creyendo en la realidad de aquella persona que se fue de vacaciones, y que seguramente la pasó mejor que si se hubiera gastado el tiempo haciéndose fotos para demostrarle al resto que era feliz. Porque la vida sigue siendo lo que sucede mientras se te va el tiempo buscando el mejor ángulo para hacerte un selfie.
FUENTE: El Espectador/ Opinión

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