Si la felicidad no se presenta completa, con plenitud, si no es un círculo que hemos recorrido, entonces lo más probable es que la confundamos con muchos de esos pequeños momentos que constituyen nuestra vida cotidiana como la tranquilidad, el placer o la alegría.
La idea del tiempo marca la felicidad. Ésta se da en el tiempo, en el devenir, en la pura existencia humana. Cada fin de año, cuando el hombre celebra el fin de un ciclo temporal y cuando adviene un tiempo nuevo, es común desear la felicidad a los demás, es común desear un tiempo mejor. La renovación del tiempo cósmico, o para decirlo de manera más simple, una vuelta más al sol; el suceder de las estaciones con sus cosechas o flores, el verano con la posibilidad del ocio y el relajo, etc., todos estos eventos están asociados con cierta percepción de una vida mejor, de un tiempo cualitativamente distinto irrigado por la felicidad. Esta felicidad es asociada a muchas cosas en cada cultura y para cada persona, de ahí su relatividad. Pero, ¿qué es la felicidad?, ¿es un estado definitivo?, ¿es un momento fugaz?, ¿es un proceso, un camino?, ¿de qué depende?, ¿a qué la podemos asociar? Estas son las preguntas claves.
Una de las ideas más nocivas de felicidad proviene de la religión cristiana occidental, donde, según ciertas lecturas, suele asociarse a un estado del cual el hombre “ha caído”. El paraíso es el origen de la humanidad, el hogar del regocijo, la plenitud, la ausencia del dolor y del trabajo. Eva es en el paraíso la destructora de la felicidad, y el origen del mal para la humanidad. Es un punto clave y fundacional para el patriarcado. La caída es la fundación del conocimiento, de la ciencia y de la historia, vista ésta como sufrimiento, como la anti-felicidad. Desde la caída la vida es lamento y se torna en un esfuerzo que no cesa sino hasta la recuperación del estado paradisiaco. El Edén, Adán, y lo adánico van de la mano, como la totalidad armónica que ha sido rota. La caída es el camino del sufrimiento, el inicio del esfuerzo para recuperar la gracia de Dios. En esta lectura, el fin de la historia coincide con el paraíso inicial. La vida eterna del alma y de los cuerpos, sin sufrimiento, es la promesa; es el punto de llagada. La llegada al lugar del cual el hombre nunca debió haber salido. El paraíso es la recompensa y su logro el descanso, el fin del dolor del mundo y la recuperación del estado feliz de la humanidad tras su largo peregrinaje por la desdicha.
Esta Edad de oro no es ajena en otras culturas. De hecho, existe también en la cultura griega. Hesiodo lo pone de presente en Los trabajos y los días cuando dice: “Los humanos vivían entonces como los dioses, libre el corazón de preocupaciones, lejos del trabajo y del dolor […] Todos los bienes les pertenecían. El campo fértil les ofrecía por sí mismo una abundante alimentación que consumían a placer”. Ese paraíso también fue roto. Así, la felicidad parece ser un estado asociado a un lugar, a un espacio contenedor y definidor de la vida humana; un concepto propio de la antropogénesis y un producto más de la antropoiesis, de esas producciones míticas, de esas construcciones de la imaginación del ser humano que le permitieron a esta desvalida criatura labrarse un ser propio dentro de la agreste naturaleza.
Pero esos conceptos, esas creaciones, se independizan de su origen y pasan a formar parte de la tradición. De ese legado que se carga en el lenguaje, pero no sólo en él, sino en las aspiraciones, en los sueños y en las esperanzas. De ahí que el ser humano que no suele ser consciente del origen, que lo olvida o lo sepulta, lo revive, sin saberlo, en su vida cotidiana cuando desea, sueña, anhela y espera ser feliz. Ve la felicidad como un tesoro, un estado, que se logra después de trabajar duro, conseguir dinero y abalorios, realizar esfuerzos. La felicidad se convierte casi en algo tangible, como una estancia definitiva al final de un camino, donde la vida y la existencia deben reposar con la plenitud, con el cierre del periplo, el término de las penurias y los pesares. Pero tal estancia, tal reposo no existe, pues vivir es “no poder reposar hasta la muerte”, dijo esa mujer sabia que fue María Zambrano. Solo con la muerte se completa la vida, se cierra la existencia.
Mientras se vive no se es feliz del todo, pues el hombre es constitutivamente deficitario, incompleto, carente; despliegue constante de su no-ser que va en la búsqueda de un ser, de esa esfera redonda donde no hay movimiento según Parménides. De tal manera que pensar que hemos alcanzado la felicidad, equivale a matar el tiempo, el devenir de la vida. Es cerrar el círculo sin antes haberlo recorrido. Esta posición se sustenta en que mientras se exista, el futuro es una dimensión temporal abierta, abierta al azar, a las necesidades, a la contingencia. Nadie puede estar seguro de ganarle la carrera a la incertidumbre, pues la muerte, la enfermedad, la quiebra, el cambio de las circunstancias que estructuran la vida humana, las civilizaciones, pueden sobrevenir a cualquier momento. Pensar que la felicidad es un estado, con un fin, al que se llega, es matar prematuramente la vida. Decir “soy feliz” es un decreto de ese humano dictador que, prescindiendo del pasar temporal, cree haber apresado la plenitud cósmica en tan solo un instante de su vida.
Por lo demás, pensar en la felicidad como un estado que se logra es desechar la constelación conceptual que gira alrededor de ella. En términos dialécticos, es pasar por alto que el dolor, el sufrimiento, la calamidad, el desasosiego, el estrés, las preocupaciones, son esos “Otros” componentes de la existencia que sostienen la felicidad misma. Si no conociéramos el sufrimiento, tampoco conoceríamos la felicidad; sin el dolor, no valoraríamos el placer. Valoramos, pues, la felicidad porque la deseamos como contra-cara de la soledad, de la carencia, de la angustia. Por eso, quien solo quiere la felicidad desea solo un aspecto de la vida, quien solo anhela la felicidad ha matado los dulces dolores que constituyen la lucha por la existencia. Es alguien que mira de reojo su vida, de manera recortada y unilateral, dejando de lado los insondables misterios de esta aventura que es existir. Si la vida es una obra, una novela, un poema que se escribe todos los días, decir soy feliz, o desear un estado de felicidad definitivo, pleno, es ponerle punto final de manera apresurada. Siempre hay epílogos. La felicidad, entonces, no es el paraíso, ni la edad de oro, ni el regreso a un lugar, a un espacio fundacional determinado, el cual, valga decir de paso, derivaría en un abismal espacio monótono y aburrido…el sinsentido de la vida.
Si la felicidad no se presenta completa, con plenitud, si no es un círculo que hemos recorrido, entonces lo más probable es que la confundamos con muchos de esos pequeños momentos que constituyen nuestra vida cotidiana. Solemos decir que estamos felices con los amigos, en un momento en familia, por un logro profesional, por un ascenso, por alcanzar una meta vital, por conocer un lugar nuevo, por vivenciar una nueva experiencia, por un placer momentáneo, por una alegría del corazón cuando el otro logra un sueño, etc., pues bien, estos momentos de la existencia, como muchos otros, significativos, son constitutivos de nuestra historia personal, a veces colectiva, pero son solo destellos en una vida finita que mira a la nada, o que se resolverá en ella. Si a esto llamamos felicidad, no la podemos confundir con un estado. Desde este punto de vista, la felicidad sería un saco que vamos llenando con pequeños momentos, con logros, esfuerzos, vivencias, acciones, recompensas…pasos en el sendero que se dirigen a un horizonte desconocido o, a lo sumo, entrevisto.
La felicidad es como una de esas ideas eternas de Platón, que toman carne, llegan e irrumpen en la vida sensible del ser humano, y luego se retiran a sus aposentos, inalcanzables. Su naturaleza parece ser incompatible con la plenitud humana, plenitud que sólo se alcanza con la muerte. Felicidad y devenir no parecen ir de la mano, sino en encontrarse, de cruzarse, en pequeñas trayectorias y perspectivas vitales. Si hemos de tratar de apresar la felicidad, esto no se logra en el paraíso de las ovejas o en la pradera de los burros felices, sino quizás la pesquemos en las veloces aguas del rio de Heráclito, donde irrumpe con grados distintos de intensidad: en el éxtasis de un orgasmo, en el regocijo de la calma, en la nivelación del ser que se produce en la tranquilidad, en la alegría de un momento, en la dulzura de una sonrisa. Todas estas son crestas de felicidad, no continuas, sólo grandes o pequeños picos que dejamos como estelas en el tiempo, huellas en el pasado.
Al final, la felicidad será, entonces, un “proceso” intermitente, líneas discontinuas, una suma de contingencias que forman parte de lo vivido. Y lo vivido no se puede borrar, pues ni la ausencia lo suprime. Concebida como discontinuidad, la felicidad empieza a formar parte, extrañamente, de esa historicidad concreta que es nuestra vida, y de ese proceso biológico- destinado a cesar- que es nuestro cuerpo. Y al final, y solo al final, cuando aparezca la muerte con su clausurado horizonte, quizás el no-ser y la felicidad plena confluyan y se fundan en un todo armónico, irrompible y definitivo.
La edad… El conocimiento, la infelicidad, la inteligencia…
Fuente: ElEspectador
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