sábado, 20 de febrero de 2021

Nuestra especie se forjó hablando alrededor del fuego: de día sobre cosas prácticas, de noche sobre mitos

Desde que aparecieron los primeros 'Homo', escribe el reconocido biólogo Edward O. Wilson, el tiempo de interacción social fue aumentando: de una o dos horas diarias a las cuatro actuales



EDWARD O. WILSON

13 JUL 2020 - 04:00 COT


Las sociedades de cazadores recolectores, juzgadas a partir de sus restos arqueológicos y gracias al estudio de las pocas que han sobrevivido hasta nuestros días, nos proporcionan pruebas sobre el origen de la humanidad como especie. La gente vivía en pequeños grupos compuestos principalmente por parientes. Estaban unidos a otros grupos por parentescos y matrimonios. Eran leales al conjunto formado por todos los grupos, aunque nunca tanto como para impedir el asesinato y las incursiones vengativas ocasionales. Solían ser desconfiados, temerosos y eventualmente hostiles con otras comunidades. La violencia letal era algo común. La población original de Australia que resistió frente a la colonización nos proporciona pruebas muy valiosas. Azar Gat, un investigador de la Universidad de Tel Aviv, ha escrito: “El conjunto de pruebas de la Australia aborigen, el único continente de cazadores-recolectores, demuestra extraordinariamente que la violencia letal humana, incluyendo la lucha grupal, existió en todos los niveles sociales, fuera cual fuera la densidad de población, en la organización social más simple y en todos los tipos de ambientes”.


Aunque durante el combate puro la agresión tribal humana se parece mucho a la de los chimpancés, su organización es mucho más compleja individualmente. Uno de los mejores ejemplos de ese perfeccionamiento es el aportado por Napoleon A. Chagnon y otros antropólogos sobre los yanomami del norte de la cuenca del Amazonas. La agresión violenta es territorial, lo que significa que las aldeas suelen entrar en conflicto entre sí y, como consecuencia de ello, aquellas con menos de 40 individuos no pueden sobrevivir. A medida que las relaciones individuales se vuelven más complejas, la estructura de los grupos familiares se difumina. Se crean con cierta regularidad coaliciones formadas por individuos de diferentes linajes que viven en aldeas separadas. Están constituidas por hombres de edad similar y lo más frecuente es que se trate de primos maternos. Cuando matan juntos, su prestigio como miembros de una casta especial llamada unokai aumenta, y normalmente pasan a vivir en la misma aldea.


De noche, más o menos el 40% de la conversación consistía en historias y otro 40% se dedicaba a hablar de mitos


Este grado de coalición y formación de alianzas resalta las diferencias en estructura social que distinguen a los humanos de los chimpancés y otros primates sociales. Pero la organización resultante no minimiza la importancia de la competición en el grupo como fuerza impulsora de la evolución social humana. Todo lo contrario, es absolutamente razonable pensar que dichas alianzas han sido favorecidas a lo largo de la historia humana mediante evolución cultural. Los modelos matemáticos ideados por Maxime Derex y su equipo de la Universidad de Montpelier pusieron de manifiesto que el tamaño del grupo y la complejidad cultural se refuerzan mutuamente en la coevolución de la herencia y la cultura.

Cuanto mayor sea el tamaño del grupo, con más frecuencia se lograrán innovaciones dentro de él. El conocimiento comunal se deteriora más lentamente y la diversidad cultural se conserva mejor y durante más tiempo.


Existe un consenso creciente entre los paleontólogos en cuanto a que el origen de nuestra especie (y de la enorme capacidad memorística que la define) se forjó a la luz de las hogueras de los campamentos africanos. El impulso fue, como ya he dicho, la posibilidad de cocinar la carne, primero gracias a los fuegos provocados por los rayos que impactaban sobre el terreno y que ocasionaban fuegos que eran aprovechados por los cazadores tribales, y más adelante gracias a las antorchas que podían trasladar de un campamento a otro. La carne cocinada tiene mucha energía, es un alimento muy digerible y es fácil de transportar para aquellos que se desplazan de un lugar a otro. Condujo a la cohesión de los miembros de los distintos grupos y posibilitó la conversación y la división del trabajo. Gracias a la evolución mental se pudo desarrollar el comportamiento cooperativo y altruista al servicio del grupo en su conjunto. La inteligencia social pasó a tener mucho peso.


Respecto al contenido de las charlas de campamento de los primeros Homo, empezando en las poblaciones de habilis, lo único que podemos hacer es especular. Sin embargo, podemos deducir una idea general de su contenido a partir de las conversaciones que mantienen los grupos de los cazadores-recolectores que quedan en la actualidad. Dada la importancia de estas pruebas, resulta sorprendente lo que han tardado en aparecer análisis cuidadosos de estas conversaciones. Las grabaciones realizadas por la antropóloga Polly W. Wiessner de las conversaciones de los Ju/‘hoansi (!Kung) del África meridional ponen de manifiesto una importante diferencia entre las que serían “charlas diurnas”, centradas en la recolección de alimentos, la distribución de los recursos y otros asuntos económicos, y las “charlas nocturnas”, dedicadas principalmente a contar historias, algunas sobre individuos vivos, a veces fascinantes, en cuyo caso suelen derivar fácilmente en cantos, bailes y conversaciones religiosas. De noche, el grueso de la conversación, más o menos el 40%, consistía en historias y otro 40% se dedicaba a hablar de mitos. Durante el día, solo unas pocas trataban de historias y ninguna sobre mitos.


Al final de la tarde, las familias se reunían alrededor de sus propias fogatas para compartir la cena. Después de cenar y siendo ya oscuro, el estado de ánimo más tenso del día se relajaba y las personas reunidas alrededor de fogatas individuales tenían ganas de hablar, crear música o bailar. Algunas noches se reunían grupos grandes y en otras ocasiones eran grupos más pequeños. El foco de la conversación cambiaba radicalmente cuando se dejaban de lado temas económicos y quejas sociales. Y, a partir de ahí, se desarrolló el 81% de toda la charla, compuesta por largas conversaciones…


Tanto los hombres como las mujeres contaban historias, especialmente los ancianos que ya tenían maestría en ello. Los líderes de los campamentos solían ser buenos contadores de historias, aunque no solo ellos. Dos de los mejores contadores de historias de la década de 1970 eran ciegos, pero eran apreciados por su humor y sus habilidades verbales. Las historias proporcionaban una situación beneficiosa para todos: era muy probable que aquellos que ponían todo su empeño en entretener a los demás obtuvieran reconocimiento a medida que sus historias viajaban. Aquellos que escuchaban se entretenían reviviendo las experiencias de otros sin coste alguno. Dado que contar historias es algo tan importante para recordar y conocer a las personas más allá del campamento, es muy posible que haya operado una fuerte selección social para la manipulación del lenguaje para que este pudiera expresar intenciones y emociones. 


Desde que aparecieron los primeros Homo y a medida que el tamaño del cerebro fue creciendo, casi se puede asegurar que el tiempo dedicado a las interacciones sociales también fue aumentando. Robin I. M. Dunbar, de la Universidad de Oxford, demostró la existencia de esa tendencia creciente. Utilizó dos correlaciones procedentes de especies vivas de monos y simios: primero, el tiempo que pasan acicalándose como función del tamaño del grupo, y segundo, la relación en los simios entre el tamaño del grupo y la capacidad craneal. Al extender este método a los australopitecos y la línea Homo de especies nacidas a partir de ellos, sugirió que el “tiempo requerido para vida social” pasó de aproximadamente una hora al día a dos horas en las primeras especies de Homo y, a partir de ahí, hasta llegar a las cuatro o cinco horas de los humanos modernos. En resumen, las interacciones sociales más largas son un componente esencial para la evolución de un cerebro más grande y una mayor inteligencia.

 

Edward O. Wilson (Birmingham, 1929), biólogo y naturalista, acuñó el término “biodiversidad”. Este extracto es un adelanto de su libro ‘Génesis. El origen de las sociedades’, de la editorial Crítica, que se publica el próximo 14 de julio.


Fuente: El País 



lunes, 18 de enero de 2021

Einstein y…la religión

Publicado por Óscar Macías el 15 de Enero de 2021 

Albert Einstein nunca abrazó ninguna religión organizada. Nacido judío, abandonó las costumbres y tradiciones del judaísmo cuando tenía doce años, y nunca volvió a relacionarse con la religión convencional. Sin embargo, no sería cierto decir que Einstein no era religioso. Expresó a menudo agradecimiento y un profundo sobrecogimiento ante lo que el describió como “esa fuerza que está más allá de lo que podamos comprender”, la esencia según Einstein de cualquier religión.

La legislación alemana exigía que todo estudiante a partir de doce años tuviese una educación religiosa oficial, fuese ésta la que fuese siempre que estuviese reconocida por el estado. Así, los padres judíos de Einstein, por lo demás nada religiosos, contrataron a un pariente lejano para educarle en su tradición. Con once años, el joven Albert abrazó el judaísmo con furia. Para sorpresa de sus padres (y quizás, disgusto) Einstein se convirtió en un observante judío, incluso rehusando comer cerdo. Más tarde describiría esta fase como su “paraíso religioso”. Pero, la fase no duraría mucho.

A la edad de doce años, Einstein descubrió el mundo de la ciencia y las historias de la Torah que tanto había disfrutado ahora le sonaban como cuentos para niños. En un movimiento pendular, rechazó su anterior religiosidad y un mundo que ahora percibía como correspondiente a un cuento de hadas. Durante el resto de su vida, Einstein parece haber tenido este mismo concepto de la religión organizada, describiendo la creencia en un dios personal o la creencia en una vida después de la vida como muletas para los supersticiosos o temerosos. No participó nunca en un ritual religioso tradicional: rehusó convertirse en un bar mitzvah (“obligado por el precepto”; adulto desde el punto de vista de la ley judía) a los trece años, sus bodas fueron civiles, nunca acudió a un servicio religioso y eligió que su cuerpo fuese incinerado, algo expresamente contrario a la tradición judía.

Y sin embargo, Einstein se describía a sí mismo como religioso. Se cuenta la anécdota de que en una fiesta en Berlín en 1927 había un invitado que había estado haciendo comentarios sarcásticos acerca de la religión durante toda la velada. Al hombre, un crítico literario llamado Alfred Kerr, se le advirtió de que no hiciese esos comentarios delante de Einstein. Kerr fue a buscar a Einstein incapaz de creer que el gran hombre de ciencia fuese tan religioso. Einstein replicó, “Sí, puedes llamarlo así. Intenta penetrar en los secretos de la naturaleza con tus limitados medios y encontrarás que […] queda algo sutil, intangible e inexplicable. La veneración por esta fuerza que está más allá de lo que podemos comprender es mi religión. Hasta ese punto soy, de hecho, religioso”.

Einstein creía en algo que él llamaba “el sentimiento religioso cósmico”. Al estudiar el universo sentía que los humanos estamos intrínsecamente limitados a un conocimiento sólo parcial de la naturaleza. Habría un nivel de la existencia que nunca podríamos comprender. Algo complejo, inexplicable y sutil. El sentimiento religioso cósmico se expresaba como respeto y amor por este misterio.

Como buen científico Einstein analizó esta creencia. En un artículo del 9 de noviembre de 1930 que escribió para New York Times Magazine titulado “Religión y ciencia” argumentaba que existían tres etapas en la evolución de la religión. Al comienzo, decía, la gente se enfrentaba al miedo básico ante los peligros del universo, y esto llevó a la creencia de que debe haber algo poderoso cuyos caprichos marcan el destino humano. A continuación aparece la idea del dios antropomorfo que puede castigar y recompensar, lo que conduce a los conceptos de moralidad, así como a generar respuestas acerca de la vida después de la muerte. Más allá de esto, continuaba Einstein, está el sentimiento religioso cósmico, un sentimiento de la impotencia e inutilidad humanas ante la naturaleza y el “mundo del pensamiento”.

Escribió que el universo y su funcionamiento es lo que inspira este sentimiento. En este tipo de religiosidad, el practicante desea experimentar ser parte del universo en un sentido holístico del término, en contraposición a ser un individuo separado de él. Einstein citó desde los escritos de Schopenhauer hasta los Salmos de David, pasando por las escrituras budistas, como ejemplos de esta experiencia casi mística. Por último, insistió en que este sentimiento era tan universal, tan libre de dogmas, que ninguna religión en concreto lo podía abarcar y, por lo tanto, estaba intrínsecamente separado de la religión organizada. De hecho, el fin último de toda la ciencia y el arte era inspirar este sentimiento tan intenso, y fruto de él era la dedicación solitaria durante años a la ciencia de gente como Kepler o Newton. Claramente, la religión, si bien una definición muy específica de religión, era crucial en el pensamiento de Einstein.

No es de extrañar, pues, que Einstein siempre mantuviese que la ciencia y la religión se beneficiaban de su mutua asociación. En su opinión, lo mejor de la religión surgía directamente del impulso científico. Escribió: “Cuanto más avance la espiritualidad de la humanidad, más cierto me parece que el camino hacia la genuina religiosidad no pasa por el miedo a la vida, o por el miedo a la muerte, y la fe ciega, sino en esforzarse por alcanzar el conocimiento racional”. Era la búsqueda del conocimiento mismo lo que Einstein consideraba la base de la religión.

La visión habitual del público de la posición de Einstein con respecto a la religión parece indicar que ésta está llena de aparentes contradicciones. Si bien Einstein siempre mantuvo este sentimiento religioso cósmico y, en este sentido, sus menciones a dios se referían a un dios próximo al de Spinoza [*], los líderes religiosos se afanaban por atraerse a Einstein, si no a su religión, si a un “marco conceptual” próximo. Así, es fácil (si uno es religioso) ver el desarrollo de la física del siglo XX como indiciario de la existencia de “lo misterioso” en lo que, de otra forma, habría sido un universo completamente determinista. Einstein negó este extremo con toda contundencia. Cuando en 1921 el Arzobispo de Canterbury le preguntó cómo afectaba la relatividad a la religión, contestó que no le afectaba. La relatividad, insistió, era totalmente científica y no tenía nada que ver con la religión.

[*] Einstein decía que era el mismo, nosotros no estamos de acuerdo, como ya hemos mostrado en otra parte.


Fuente: redesib.formacionib 

martes, 5 de enero de 2021

La felicidad no es el paraíso

Por: Damián Pachón Soto
1 ene. 2021 

Presentamos un ensayo sobre la idea de la felicidad, teniendo en cuenta algunos autores de la filosofía clásica.

Si la felicidad no se presenta completa, con plenitud, si no es un círculo que hemos recorrido, entonces lo más probable es que la confundamos con muchos de esos pequeños momentos que constituyen nuestra vida cotidiana como la tranquilidad, el placer o la alegría.

La idea del tiempo marca la felicidad. Ésta se da en el tiempo, en el devenir, en la pura existencia humana. Cada fin de año, cuando el hombre celebra el fin de un ciclo temporal y cuando adviene un tiempo nuevo, es común desear la felicidad a los demás, es común desear un tiempo mejor. La renovación del tiempo cósmico, o para decirlo de manera más simple, una vuelta más al sol; el suceder de las estaciones con sus cosechas o flores, el verano con la posibilidad del ocio y el relajo, etc., todos estos eventos están asociados con cierta percepción de una vida mejor, de un tiempo cualitativamente distinto irrigado por la felicidad. Esta felicidad es asociada a muchas cosas en cada cultura y para cada persona, de ahí su relatividad. Pero, ¿qué es la felicidad?, ¿es un estado definitivo?, ¿es un momento fugaz?, ¿es un proceso, un camino?, ¿de qué depende?, ¿a qué la podemos asociar? Estas son las preguntas claves.

Una de las ideas más nocivas de felicidad proviene de la religión cristiana occidental, donde, según ciertas lecturas, suele asociarse a un estado del cual el hombre “ha caído”. El paraíso es el origen de la humanidad, el hogar del regocijo, la plenitud, la ausencia del dolor y del trabajo. Eva es en el paraíso la destructora de la felicidad, y el origen del mal para la humanidad. Es un punto clave y fundacional para el patriarcado. La caída es la fundación del conocimiento, de la ciencia y de la historia, vista ésta como sufrimiento, como la anti-felicidad. Desde la caída la vida es lamento y se torna en un esfuerzo que no cesa sino hasta la recuperación del estado paradisiaco. El Edén, Adán, y lo adánico van de la mano, como la totalidad armónica que ha sido rota. La caída es el camino del sufrimiento, el inicio del esfuerzo para recuperar la gracia de Dios. En esta lectura, el fin de la historia coincide con el paraíso inicial. La vida eterna del alma y de los cuerpos, sin sufrimiento, es la promesa; es el punto de llagada. La llegada al lugar del cual el hombre nunca debió haber salido. El paraíso es la recompensa y su logro el descanso, el fin del dolor del mundo y la recuperación del estado feliz de la humanidad tras su largo peregrinaje por la desdicha.

Esta Edad de oro no es ajena en otras culturas. De hecho, existe también en la cultura griega. Hesiodo lo pone de presente en Los trabajos y los días cuando dice: “Los humanos vivían entonces como los dioses, libre el corazón de preocupaciones, lejos del trabajo y del dolor […] Todos los bienes les pertenecían. El campo fértil les ofrecía por sí mismo una abundante alimentación que consumían a placer”. Ese paraíso también fue roto. Así, la felicidad parece ser un estado asociado a un lugar, a un espacio contenedor y definidor de la vida humana; un concepto propio de la antropogénesis y un producto más de la antropoiesis, de esas producciones míticas, de esas construcciones de la imaginación del ser humano que le permitieron a esta desvalida criatura labrarse un ser propio dentro de la agreste naturaleza.

Pero esos conceptos, esas creaciones, se independizan de su origen y pasan a formar parte de la tradición. De ese legado que se carga en el lenguaje, pero no sólo en él, sino en las aspiraciones, en los sueños y en las esperanzas. De ahí que el ser humano que no suele ser consciente del origen, que lo olvida o lo sepulta, lo revive, sin saberlo, en su vida cotidiana cuando desea, sueña, anhela y espera ser feliz. Ve la felicidad como un tesoro, un estado, que se logra después de trabajar duro, conseguir dinero y abalorios, realizar esfuerzos. La felicidad se convierte casi en algo tangible, como una estancia definitiva al final de un camino, donde la vida y la existencia deben reposar con la plenitud, con el cierre del periplo, el término de las penurias y los pesares. Pero tal estancia, tal reposo no existe, pues vivir es “no poder reposar hasta la muerte”, dijo esa mujer sabia que fue María Zambrano. Solo con la muerte se completa la vida, se cierra la existencia.

Mientras se vive no se es feliz del todo, pues el hombre es constitutivamente deficitario, incompleto, carente; despliegue constante de su no-ser que va en la búsqueda de un ser, de esa esfera redonda donde no hay movimiento según Parménides. De tal manera que pensar que hemos alcanzado la felicidad, equivale a matar el tiempo, el devenir de la vida. Es cerrar el círculo sin antes haberlo recorrido. Esta posición se sustenta en que mientras se exista, el futuro es una dimensión temporal abierta, abierta al azar, a las necesidades, a la contingencia. Nadie puede estar seguro de ganarle la carrera a la incertidumbre, pues la muerte, la enfermedad, la quiebra, el cambio de las circunstancias que estructuran la vida humana, las civilizaciones, pueden sobrevenir a cualquier momento. Pensar que la felicidad es un estado, con un fin, al que se llega, es matar prematuramente la vida. Decir “soy feliz” es un decreto de ese humano dictador que, prescindiendo del pasar temporal, cree haber apresado la plenitud cósmica en tan solo un instante de su vida.

Por lo demás, pensar en la felicidad como un estado que se logra es desechar la constelación conceptual que gira alrededor de ella. En términos dialécticos, es pasar por alto que el dolor, el sufrimiento, la calamidad, el desasosiego, el estrés, las preocupaciones, son esos “Otros” componentes de la existencia que sostienen la felicidad misma. Si no conociéramos el sufrimiento, tampoco conoceríamos la felicidad; sin el dolor, no valoraríamos el placer. Valoramos, pues, la felicidad porque la deseamos como contra-cara de la soledad, de la carencia, de la angustia. Por eso, quien solo quiere la felicidad desea solo un aspecto de la vida, quien solo anhela la felicidad ha matado los dulces dolores que constituyen la lucha por la existencia. Es alguien que mira de reojo su vida, de manera recortada y unilateral, dejando de lado los insondables misterios de esta aventura que es existir. Si la vida es una obra, una novela, un poema que se escribe todos los días, decir soy feliz, o desear un estado de felicidad definitivo, pleno, es ponerle punto final de manera apresurada. Siempre hay epílogos. La felicidad, entonces, no es el paraíso, ni la edad de oro, ni el regreso a un lugar, a un espacio fundacional determinado, el cual, valga decir de paso, derivaría en un abismal espacio monótono y aburrido…el sinsentido de la vida.

Si la felicidad no se presenta completa, con plenitud, si no es un círculo que hemos recorrido, entonces lo más probable es que la confundamos con muchos de esos pequeños momentos que constituyen nuestra vida cotidiana. Solemos decir que estamos felices con los amigos, en un momento en familia, por un logro profesional, por un ascenso, por alcanzar una meta vital, por conocer un lugar nuevo, por vivenciar una nueva experiencia, por un placer momentáneo, por una alegría del corazón cuando el otro logra un sueño, etc., pues bien, estos momentos de la existencia, como muchos otros, significativos, son constitutivos de nuestra historia personal, a veces colectiva, pero son solo destellos en una vida finita que mira a la nada, o que se resolverá en ella. Si a esto llamamos felicidad, no la podemos confundir con un estado. Desde este punto de vista, la felicidad sería un saco que vamos llenando con pequeños momentos, con logros, esfuerzos, vivencias, acciones, recompensas…pasos en el sendero que se dirigen a un horizonte desconocido o, a lo sumo, entrevisto.

La felicidad es como una de esas ideas eternas de Platón, que toman carne, llegan e irrumpen en la vida sensible del ser humano, y luego se retiran a sus aposentos, inalcanzables. Su naturaleza parece ser incompatible con la plenitud humana, plenitud que sólo se alcanza con la muerte. Felicidad y devenir no parecen ir de la mano, sino en encontrarse, de cruzarse, en pequeñas trayectorias y perspectivas vitales. Si hemos de tratar de apresar la felicidad, esto no se logra en el paraíso de las ovejas o en la pradera de los burros felices, sino quizás la pesquemos en las veloces aguas del rio de Heráclito, donde irrumpe con grados distintos de intensidad: en el éxtasis de un orgasmo, en el regocijo de la calma, en la nivelación del ser que se produce en la tranquilidad, en la alegría de un momento, en la dulzura de una sonrisa. Todas estas son crestas de felicidad, no continuas, sólo grandes o pequeños picos que dejamos como estelas en el tiempo, huellas en el pasado.

Al final, la felicidad será, entonces, un “proceso” intermitente, líneas discontinuas, una suma de contingencias que forman parte de lo vivido. Y lo vivido no se puede borrar, pues ni la ausencia lo suprime. Concebida como discontinuidad, la felicidad empieza a formar parte, extrañamente, de esa historicidad concreta que es nuestra vida, y de ese proceso biológico- destinado a cesar- que es nuestro cuerpo. Y al final, y solo al final, cuando aparezca la muerte con su clausurado horizonte, quizás el no-ser y la felicidad plena confluyan y se fundan en un todo armónico, irrompible y definitivo.

La edad… El conocimiento, la infelicidad, la inteligencia…

Fuente: ElEspectador 

viernes, 25 de diciembre de 2020

Guía para rebatir las teorías conspirativas en las festividades de fin de año

Por: Agencia Sinc

Las teorías conspirativas y los bulos son ya parte de las costumbres de fin de año y, aunque las reuniones familiares serán diferentes este 2020, es posible que queramos rebatirlos si vuelven a aparecer en nuestras cenas, algo que podemos hacer con las claves que nos da la ciencia.

Antes de saltar como un resorte en algún momento entre los langostinos y el cordero asado, cuando una frase nos parezca demasiado grave como para que se quede sin respuesta, puede ser útil saber cómo piensan aquellos que creen en hipótesis sin ninguna base científica y sienten una especial necesidad de difundirlas.

En un área del conocimiento en el que queda mucho por explorar, algunas investigaciones apuntan a que el cerebro humano tiene una inclinación natural a creer en esas teorías y que las personas reforzamos nuestras ideas previas cuando nos contradicen.

En el caso de que uno quiera entrar a debatir, conviene tener en cuenta que los argumentos racionales son menos eficaces que los emocionales y que la retórica y la educación son importantes, no solo para preservar la paz antes de los polvorones, sino también en la consecución del difícil objetivo de convencer al otro.

¿Por qué creemos en teorías conspirativas?

El cerebro humano tiende a crear relaciones causales entre elementos aunque estas no existan, para lo que puede establecer conexiones de hechos aislados.

“Una de las causas por la que las teorías de la conspiración surgen periódicamente es nuestro deseo de imponer una estructura al mundo y nuestra increíble capacidad para reconocer pautas”, explica el investigador Mark Lorch en un artículo publicado en 2017 en The Conversation y reproducido en España por El País.

Este catedrático de Química y Ciencias de la Comunicación de la Universidad de Hull (Reino Unido) cree que la responsabilidad es de “unos mecanismos neurológicos evolutivos no demasiado avanzados” que nos llevan a ver “relaciones causa efecto inexistentes -teorías de la conspiración- por todas partes”.

Además, sentimos propensión a mantener posturas que son mayoritarias en nuestro grupo social, como demuestran diversos estudios desde los años 50, por lo que existe una probabilidad creciente de que aceptemos una hipótesis como verdadera cuanta más gente a nuestro alrededor crea en ella.

“La desinformación mata”

Iniciar un debate con alguien que defiende un mito sustentado en falsedades es una decisión personal que depende de muchos factores. Entre esas circunstancias se encuentra el hecho de que, como insisten instituciones y científicos, la desinformación es peligrosa porque afecta a las decisiones que adoptamos en cuestiones tan sensibles como la salud, algo que se ha puesto de manifiesto durante la pandemia.

“La ciencia es importante”, señalaba el secretario general de la ONU, Antonio Guterres, en un mensaje de vídeo difundido el 29 de septiembre después de que se alcanzara el millón de muertos por la covid-19 en todo el mundo y en el que también sentenciaba: “La desinformación mata”.

La Organización Mundial de la Salud (OMS) explica que el estudio “fraudulento” que en 1998 planteó la posible relación entre la vacuna triple vírica (sarampión, paperas y rubéola) y el autismo “creó un estado de pánico que produjo una disminución de las tasas de inmunización y posteriores brotes de esas enfermedades”.

¿Se puede convencer a un negacionista?

La dificultad de entablar un debate racional con un defensor de las teorías de la conspiración estriba en las pocas posibilidades de éxito que hay de que modifique sus posturas.

Las investigaciones científicas siguen profundizando en el conocimiento de cómo procesa el cerebro la información que recibe y los motivos que llevan a los seres humanos a establecer sus sistemas de creencias.

Un estudio publicado en septiembre de 2019 en la revista Nature Human Behaviour por los psicólogos Philipp Schmid y Cornelia Betsch, de la Universidad de Erfurt (Alemania), cuestiona la influencia del llamado efecto bumerang o “backfire”. Esa denominación describe un sesgo cognitivo observado en las personas según el cual quien recibe argumentos contrarios a sus opiniones acaba reforzando sus creencias

Tras la publicación de ese trabajo, la ciencia reflexiona sobre la importancia de ese efecto bumerang dado hasta ahora por seguro. No obstante, hay una amplia consideración de que esgrimir argumentos racionales basados en datos y hechos contrastados es menos eficaz que utilizar mensajes que apelen a las emociones.

Consejos para debatir con un teórico de la conspiración

1.- Dirigirse con respeto al interlocutor

Dirigirse con educación y respeto al interlocutor con el que se debate no es solo una buena técnica para no generar un rechazo entre los asistentes a la discusión, sino que también puede ayudar en el objetivo de persuadirle de que cambie de opinión.

2.- Empezar por un punto de acuerdo

Dentro de la estrategia de evitar el efecto bumerán, varios expertos, entre los que se encuentra Mark Lorch, proponen empezar con un punto de acuerdo y a partir de él intentar moderar los juicios del contrincante.

Basado en este principio, un estudio firmado por un equipo encabezado por Matthew Hornsey, de la Universidad de Queensland, en Australia, plantea la necesidad de alinearse con las creencias previas de los defensores de postulados anticientíficos para conseguir cambios más eficientes que con la confrontación.

Los autores de la investigación han llamado a esa técnica “persuasión jiu-jitsu”, en una identificación con el arte marcial que utiliza la fuerza del adversario en su contra.

3.- Dejar que el oponente caiga en sus propias contradicciones

Otra propuesta planteada por los expertos es pedir explicaciones sobre el proceso lógico que ha llevado a las conclusiones que se rebaten, propiciando que quien las defiende caiga en sus propias contradicciones y deje en evidencia la debilidad de su discurso, lo que acaba conduciendo a posiciones más moderadas.

Esta técnica se basa en la teoría de “la ilusión de entendimiento”, que formulada en un contexto de opinión política por un grupo liderado por Philip Fernbach, de la Universidad de Colorado Boulder (Estados Unidos), sostiene que la gente sabe menos de lo que cree acerca de las causas que sustentan sus juicios más polarizados.

4.- Poner de manifiesto las trampas en el discurso negacionista

Aunque el trabajo de Schmid y Betsch se centra en las estrategias para rebatir a los negacionistas en debates públicos, algunas de sus conclusiones pueden aplicarse en el ámbito familiar.

Así, el estudio subraya que es “eficaz” poner de manifiesto las técnicas retóricas que siempre utilizan los negacionistas -como son, entre otras, recurrir a falsos expertos o la selección interesada de los datos- para convencer a quien escucha del engaño que suponen.

Fuente: El Espectador 

domingo, 22 de noviembre de 2020

“Hijas del Agua”

Por: Wade Davis
21 nov. 2020 

Presentamos el texto introductorio del libro “Hijas del agua”, compuesto por fotografías de Ruvén Afanador, intervenidas por la artista plástica Ana González.

“Hijas del agua ” fue primero una muestra de fotografías realizadas a indígenas en Colombia. / Ruvén Afanador

Este libro celebra los orígenes míticos. Cada obra de arte constituye una plegaria. Juntas, despiertan los hilos místicos de la memoria que se remontan al amanecer de la creación, a un momento cósmico en que las mujeres y el agua, como una sola fuerza generadora, daban vida y fertilidad a un mundo caótico y desolado. Del mito surgieron el orden moral y la cortesía, las conductas apropiadas, lecciones de vida de los dioses.

Al principio, según los Hermanos Mayores, todo era agua y oscuridad. No había tierra, ni sol, ni luna, ni nada vivo. El agua era la Madre Creadora. Era la mente dentro de la naturaleza, la fuente de todas las posibilidades. Era la vida naciendo, el vacío y el pensamiento puro.

En el primer amanecer, la Mamá Grande comenzó a hilar sus pensamientos. Depositó un huevo en el vacío y el huevo se convirtió en el universo. El universo tenía nueve capas: cuatro del mundo inferior y cuatro del superior, y el mundo central de los seres humanos como plano de contacto.

La Mamá Grande se fertilizó a sí misma y dio a luz a Sintana, un jaguar de cara negra, el prototipo del ser humano. En el primer amanecer, el universo todavía era blando. La Mamá Grande lo estabilizó clavando su enorme huso en el centro, ensartando las nueve capas en el eje del mundo. Los Señores del Universo, nacidos de la Mamá Grande, hicieron retroceder el mar e irguieron la Sierra Nevada en torno al eje del mundo. Entonces la Mamá Grande desenrolló una hebra de algodón de su huso y con ella trazó un círculo alrededor de las montañas, circunscribiendo así la Sierra Nevada de Santa Marta, que declaró ser la tierra de sus hijos.

De esta manera, el huso se convirtió en un modelo del cosmos. El disco es la Tierra, la hilaza es el territorio de la gente y las hebras individuales de algodón devanado son los pensamientos del Sol. El cono de hilo blanco representa las cuatro capas del mundo superior, pero debajo del disco el algodón es negro e invisible. El Sol, al moverse alrededor de la Tierra, devana el hilo de la vida y lo recoge en torno al eje del cosmos, las montañas de la Sierra Nevada, la tierra natal de los arhuacos, koguis y wiwas. 

Hasta el día de hoy, los pueblos de la Sierra siguen fieles a sus leyes ancestrales —los mandatos morales, ecológicos y espirituales de la Mamá Grande— y todavía es un sacerdocio ritual de mamos lo que los guía e inspira. Creen y reconocen abiertamente que son los guardianes del mundo, que sus rituales conservan el equilibrio y la fertilidad de la vida. Son plenamente conscientes de que sus antepasados comunes, los taironas, libraron una guerra fiera pero fútil contra los invasores en 1591. En su reducto montañoso, aislados de la historia durante al menos tres siglos, optaron deliberadamente por transformar su civilización en una cultura consagrada a la paz.

Hoy, cuando los mamos se pronuncian, inmediatamente resulta evidente que sus puntos de referencia no corresponden con nuestro mundo. Se refieren a Colón como si su llegada fuera un evento reciente. Hablan de la Mamá Grande como si estuviera viva; y para ellos lo está, resonando y manifestándose en cada instante bajo su concepto de aluna, una palabra que se traduce como agua, tierra, materia, espíritu generativo y fuerza vital. Lo que importa, lo realmente valioso, lo que le da sentido a la vida, no es lo que puede ser visto y medido, sino lo que existe en el reino de aluna, una dimensión abstracta de significado.

Los sombreros cónicos que llevan los hombres arhuacos representan las cumbres nevadas de los picos sagrados. Los vellos corporales de una persona son un eco de los bosques que cubren las laderas de la montaña. Cada elemento de la naturaleza contiene un significado más elevado, de modo que incluso la más modesta de las criaturas puede ser vista como un mentor, y el grano de arena más diminuto es un espejo del universo.

Los arhuacos no hacen ninguna distinción entre el agua dentro del cuerpo humano y la que existe por fuera de este. La sangre que fluye por sus venas no es diferente del agua que fluye por las arterias de la vida, los ríos de la Tierra. Ellos ven una relación directa entre la orina, la sangre, la saliva y las lágrimas, y las aguas de un río, un lago, una ciénaga y una laguna.

Y en esto sin duda están en lo cierto. Los humanos nacemos del agua, en un confortable capullo en el vientre de una madre. En la infancia, nuestros cuerpos están compuestos prácticamente de líquido. Incluso de adultos, solo una tercera parte de nuestro ser es realmente sólida. Si se suprimen nuestros huesos, ligamentos, músculos y tendones, se extraen las plaquetas y las células de nuestra sangre, el resto de nosotros, casi dos tercios de nuestro peso, limpio y purificado, fluiría con la facilidad de un río que corre hacia el mar.

Los mamos dicen que cada animal que habita la Sierra Nevada, al igual que cada hierba y cada árbol, sobrevive debido al mar. Todo está en equilibrio. El aire se transforma en viento, el viento se condensa en nubes, de las cuales se precipita la lluvia para recorrer la tierra a través de los ríos y regresar al mar, donde asciende de nuevo, transportada por el viento.

El hielo se forma en los picos más altos para enfriar el mar, que a falta de agua fresca podría calentarse demasiado. Pero si el mar se tornara demasiado frío, no podría generar la energía necesaria para brindarle luz y vida al mundo. Cuando un río desemboca en el mar, estas dos energías convergen, al igual que el hayo, la hoja de coca sagrada, reúne el poporo —un calabazo de las montañas— con la cal obtenida de conchas halladas en el mar.

Los ríos son como las personas. Cuando son pequeños, se les debe cuidar. Cuando crecen y se unen con otros arroyos, deben aprender a socializar y llevarse bien. A medida que aumentan su fuerza, deben retribuírselo a la comunidad, cediéndole un poco de su agua pero no toda. Al madurar, cuando entran en sus últimos años y se vierten en los océanos del mundo, están buscando regresar a la Madre Creadora, pues el mar es el útero de todos los orígenes.

En esta trama cósmica las personas son vitales, puesto que únicamente a través del corazón y la imaginación del humano puede manifestarse la Mamá Grande. Para los Hermanos Mayores, las personas no son el problema sino la solución. “Sabemos mucho más sobre la vida que los Hermanos Menores”, explica un mamo arhuaco. “Jamás destruiríamos un río, ya que hacerlo sería destruirnos a nosotros mismos”.

Para los indígenas del Vaupés, los ríos no son solo rutas para comunicarse; son las venas de la Tierra, el vínculo entre los vivos y los muertos, los caminos que recorrieron los ancestros al comienzo de los tiempos. Sus mitos fundacionales varían, pero siempre hablan de una gran peregrinación que provino del este, de canoas sagradas remontando el Río de Leche, remolcadas por anacondas gigantes. En las canoas venían las primeras personas, junto con las tres plantas más importantes: la coca, la yuca y el yagé, obsequios del Padre Sol.

Cuando las serpientes llegaron al centro del mundo, se tendieron sobre la tierra y se extendieron como ríos, formando desembocaduras con sus poderosas cabezas, desenroscando sus colas hacia cabeceras remotas y creando raudales y cascadas con las ondulaciones de su piel. Esto dio origen a la tierra natal de los makunas, barasanas, tanimukas, tucanos y todos los demás pueblos de la Anaconda.


Los makunas reconocen esta travesía primordial, pero ubican la génesis del mundo en una época aun más remota, cuando solo había caos en el universo. Espíritus y demonios conocidos como los Je acechaban a sus semejantes, copulaban sin pensar, cometían incesto sin consecuencias, se devoraban a sus propias crías. La Madre Ancestral, Romi Kumu, la mujer chamán, respondió destruyendo el mundo con fuego e inundaciones. Entonces, así como una madre le da la vuelta a una torta de casabe caliente en el budare, ella le dio la vuelta a aquel mundo anegado y calcinado y creó una matriz llana y vacía donde la vida pudiera emerger de nuevo. Romi Kumu abrió su útero para permitir que su sangre y su leche materna dieran origen a los ríos y que sus costillas se convirtieran en las cadenas montañosas de la Tierra. Como mujer chamán, dio a luz a un mundo nuevo: tierra, agua, bosques y animales.

En un relato de la creación paralelo, cuatro grandes héroes de su cultura —los Ayawa, ancestros míticos también conocidos como “los Truenos”— remontaron el Río de Leche, atravesaron la Puerta de Agua y, empujando ante ellos las trompetas sagradas de Yuruparí a manera de arados, crearon valles y cascadas. Los ríos nacieron de su saliva. Las astillas de madera que salieron despedidas por el esfuerzo se convirtieron en los primeros artefactos rituales y en instrumentos musicales. A medida que los Ayawa se dirigían al centro del mundo, las notas de las trompetas dieron vida a las montañas y las mesetas, los pilares y los muros de la maloca cósmica.

En cada recodo, los Ayawa se enfrentaron a fuerzas viles y demoníacas, espíritus mezquinos que se nutrían de la destrucción y codiciaban el mundo. Superando en ingenio a los monstruos y labrándolos en piedra, los Ayawa instauraron el orden en el universo, liberando la esencia y la energía del mundo natural en beneficio de todas las criaturas sensibles y de toda forma de vida. Luego, al sustraer el fuego de la creatividad de la vagina de Romi Kumu, le hicieron el amor, y entonces, plenamente saciados, ascendieron al cielo para convertirse en rayos y truenos.

Tras descubrir que había quedado embarazada, la mujer chamán descendió por el río hasta la Puerta de Agua del este, donde dio a luz a la anaconda ancestral. Con el tiempo, la serpiente desanduvo la tortuosa travesía de los Ayawa, retornando en cuerpo y espíritu a las riberas, las cascadas y las piedras, donde engendró al clan ancestral de los barasanas y los makunas, y a todos sus vecinos.

El mundo de los makunas comienza en las cascadas de Yuisi y termina en el raudal del Jirijirimo, en el río Apaporis. Las colinas de Taraira, las cascadas de Yuruparí en el río Vaupés, el cañón de Araracuara en el río Caquetá, los riscos escarpados más allá de Kanamarí: todos estos puntos de referencia físicos y geográficos están impregnados de la memoria del origen y permanecen vivos y vibrantes, como una geografía mítica escrita sobre la tierra. Cada lugar forma parte de un vínculo sagrado que evoca una era inconcebiblemente lejana en la que los Ayawa les entregaron a los humanos la energía pura de la vida, y encomendaron la eterna obligación de administrar el flujo de la creación a todos los pueblos de la Anaconda.

Para la gente que hoy habita los bosques del Apaporis y el Piraparaná, el mundo natural entero está colmado de significado y sentido cósmico. Cada piedra y cada cascada encarnan una historia.

Las plantas y los animales no son más que manifestaciones físicas de la misma esencia espiritual. De la misma manera, todo es mucho más de lo que parece, puesto que el mundo visible es un solo nivel de la percepción. Detrás de toda forma tangible, de cada planta y cada animal, hay un mundo de sombras, un lugar invisible para las personas comunes, pero visible para el chamán.

Aquel es el reino de los espíritus Je, un mundo de ancestros deificados donde las rocas y los ríos están vivos, las plantas y los animales son seres humanos, y la savia y la sangre son los fluidos corporales del río primigenio de la Anaconda. Ocultas entre los raudales, tras el velo físico de las cascadas, en el corazón de las piedras, están las malocas de los espíritus Je, donde todo es hermoso: las plumas brillantes, la coca, la totuma con rapé, que es además el cráneo y el cerebro del sol.

Es a este reino de los espíritus Je a donde el chamán se dirige durante los rituales. Al chamán barasana poco le interesan las plantas medicinales. Su deber y labor sagrada consiste en desplazarse por el reino atemporal de los Je, captar los poderes primordiales y canalizar y restaurar la energía de toda la creación. Es como un ingeniero moderno que se adentra en las profundidades de un reactor nuclear para renovar la totalidad del orden cósmico.

Dicha renovación es la obligación fundamental de los vivos. En la práctica, esto significa que los barasanas ven la tierra como algo potente, y el bosque como un ser viviente, colmado de seres espirituales y poderes ancestrales.Vivir de la tierra equivale a aceptar tanto su potencial creativo como el destructivo. Los seres humanos, las plantas y los animales comparten los mismos orígenes cósmicos, y en un sentido profundo son considerados esencialmente idénticos: sensibles a los mismos principios, obligados a los mismos deberes, responsables del bienestar colectivo de la creación.

Es a este reino de los espíritus Je a donde el chamán se dirige durante los rituales. Al chamán barasana poco le interesan las plantas medicinales. Su deber y labor sagrada consiste en desplazarse por el reino atemporal de los Je, captar los poderes primordiales y canalizar y restaurar la energía de toda la creación. Es como un ingeniero moderno que se adentra en las profundidades de un reactor nuclear para renovar la totalidad del orden cósmico.

Dicha renovación es la obligación fundamental de los vivos. En la práctica, esto significa que los barasanas ven la tierra como algo potente, y el bosque como un ser viviente, colmado de seres espirituales y poderes ancestrales.Vivir de la tierra equivale a aceptar tanto su potencial creativo como el destructivo. Los seres humanos, las plantas y los animales comparten los mismos orígenes cósmicos, y en un sentido profundo son considerados esencialmente idénticos: sensibles a los mismos principios, obligados a los mismos deberes, responsables del bienestar colectivo de la creación.

No hay separación entre la naturaleza y la cultura. Sin el bosque y los ríos, los humanos perecerían. Pero sin gente, el mundo natural no tendría orden ni significado. Todo sería caos. Por esta razón, las normas que guían el comportamiento social también definen la manera en que los seres humanos interactúan con lo salvaje, las plantas y los animales, los múltiples fenómenos del mundo natural, el rayo y el trueno, el sol y la luna, el aroma de una flor naciente, el agrio hedor de la muerte.

Todo está relacionado, todo está conectado, todo hace parte de una gran totalidad integrada. La mitología infunde significado a la tierra y a la vida, codificando expectativas y comportamientos esenciales para sobrevivir en el bosque, anclando cada comunidad, cada maloca, al espíritu profundo del lugar.

Estas ideas cosmológicas tienen consecuencias ecológicas muy reales, tanto en la manera en que vive la gente como en el impacto de esta sobre su entorno. El bosque es el reino de los hombres; el jardín, el dominio de las mujeres, donde dan a luz a las plantas y a sus hijos. Las mujeres atienden treinta o más cultivos y estimulan la fertilidad y la fecundidad de unas veinte variedades de frutos y nueces silvestres. Los hombres solo cultivan tabaco y coca, que siembran en caminos angostos y sinuosos a través de los terrenos de las mujeres, como serpientes entre la hierba.

Para las mujeres, el acto de cosechar y preparar el casabe, el pan diario, es un gesto de procreación y una forma de iniciación. El fluido almidonado que queda después de que el amasijo rallado es lavado por completo se considera sangre femenina que puede tornarse potable mediante el calor, y se bebe tibio como la leche materna. La fibra cruda de la mandioca se asemeja a huesos humanos. Calentado en el budare, moldeado por manos de mujer, el casabe es el medio por el cual los espíritus de las plantas silvestres se domestican para el bien de todos.

Como toda la comida, tiene un potencial ambivalente. Otorga la vida pero también puede traer enfermedades y mala suerte. Por lo tanto, nada que no haya pasado por las manos de una persona mayor, y sido bendecido y limpiado espiritualmente por el chamán, puede comerse. Entendida de esta manera, la comida es poder, puesto que representa la transferencia de energía de una forma de vida a otra. A medida que un niño crece, a él o a ella se le introduce paulatinamente en nuevas categorías de alimentos, y restricciones alimentarias severas marcan las principales etapas de la vida: los ritos de iniciación para el hombre, las primeras menstruaciones para una mujer, momentos de transición en los que el ser humano, por definición, entra en contacto con el reino espiritual de los Je.

Cuando los hombres van al bosque a cazar o pescar, nunca se trata de un suceso trivial. Antes de ello, el chamán debe viajar en trance para negociar con los amos de los animales y pactar un contrato místico con los guardianes del espíritu, un intercambio basado siempre en la reciprocidad. Los barasanas lo comparan con el matrimonio, puesto que cazar también es una forma de cortejo, una actividad en la que se busca la bendición de una autoridad superior para tener el honor de traer un ser precioso a la familia.

La carne no es un derecho del cazador, sino un obsequio del mundo espiritual. Al matar sin permiso se corre el riesgo de morir a manos de un guardián del espíritu, ya sea en forma de jaguar, de anaconda, de tapiro de águila harpía. El hombre en el bosque siempre es tanto predador como presa.

Los mismos protocolos sociales cautelosos y convenidos que mantienen la paz y el respeto entre clanes vecinos, que facilitan el intercambio de bienes rituales, alimento y mujeres, se aplican a la naturaleza. Los animales son parientes potenciales, al igual que los ríos y los bosques salvajes forman parte del mundo social de las personas.

La combinación de estas ideas y restricciones crea lo que esencialmente es un plan de manejo territorial inspirado en el mito. Tramos enteros del Piraparaná, hogar de varios cientos de especies de peces, son considerados zonas vetadas por razones espirituales. Las sanciones chamánicas, aunque inspiradas por la cosmología, tienen el efecto real de mitigar el impacto de los seres humanos en el medio ambiente. Y puesto que los eventos mitológicos que inspiraron dichas creencias perduran, el resultado es una filosofía viviente que realmente percibe al hombre, la mujer y la naturaleza como una sola entidad.

Todo esto cobra vida en las majestuosas ceremonias estacionales que reúnen a las familias del alto y el bajo Piraparaná y más allá. Se pasan días enteros sin descanso. En cuanto comienzan los rituales, el tiempo colapsa. Hay dos series de danzas, separadas por los momentos liminales del día: el amanecer, el atardecer y la medianoche. Los atuendos ceremoniales no son meramente decorativos. Una corona de plumas de oropéndola realmente es el sol, y cada una de sus plumas amarillas, un rayo de luz. Es la conexión literal con el espacio sagrado, las alas hacia lo divino.  

Al ponerse las plumas, la corona amarilla del pensamiento puro, las plumas de la garza blanca de la lluvia, los hombres realmente se convierten en sus ancestros, al igual que el río es la anaconda, las montañas los pilares de la casa que es el mundo, el chamán cambia de forma, por momentos es depredador, y enseguida, una presa. Cambia de pez a animal a ser humano y vuelve a empezar, trascendiendo cada forma, convirtiéndose en la energía pura que fluye a través de todas las dimensiones de la realidad, el pasado y el presente, aquí y allá, en lo mítico y en lo mundano. Sus cantos llaman por su nombre a cada punto geográfico alcanzado durante la travesía ancestral de la Anaconda, topónimos que pueden rastrearse hacia el este con absoluta precisión, durante más de 1.600 kilómetros río abajo en el Amazonas.

Los blancos ven con los ojos, pero se dice que los barasanas ven con la mente. En las alas del trance, viajan tanto a los albores del tiempo como hacia el futuro, visitando cada lugar sagrado, rindiéndole homenaje a cada criatura, a la vez que celebran su más profunda percepción cultural: la comprensión de que los animales y las plantas tan solo son personas en otra dimensión de la realidad.

Quinientos años después de la conquista, Colombia sigue siendo hogar de más de ochenta naciones indígenas distintivas y vibrantes. Aunque son un pequeño porcentaje de la población total del país, se trata de una fuerza colectiva de dos millones de personas, alrededor de la misma cantidad de nativos que se cree que habitaba en Colombia al momento del contacto europeo. Ellos, y todas las generaciones que les antecedieron, han vivido tiempos sombríos. Todos son sobrevivientes de El Dorado. Y, sin embargo, en lo que solo puede ser descrito como un pequeño milagro, a lo largo de los años sus voces han sido acalladas pero nunca del todo silenciadas.

Que los makunas, los barasanas y todos los pueblos de la Anaconda hayan sobrevivido a décadas de explotación para finalmente convertirse en dueños de su destino, en etnógrafos de su propia vida, es una muestra de la sabia decisión tomada por el presidente Virgilio Barco y Martin von Hildebrand, quienes a partir de 1986 demarcaron no menos que 162 resguardos, estableciendo un sistema de reservas indígenas cuya área en conjunto es del tamaño del Reino Unido, con derechos de propiedad sobre la tierra que fueron formalmente codificados en la ley con la Constitución de 1991. Nada como esto, a esa escala, jamás había sido efectuado por un Estado nacional.

Que los mamos de los koguis, los wiwas y los arhuacos —descendientes directos en espíritu y convicción de los sacerdotes del sol de los taironas— estén vivos y a salvo, ocupándose cada mañana de orar por el bienestar de la Tierra y de toda la humanidad, es un testimonio de la fuerza y la perdurable resonancia de la vida de los indígenas en Colombia. Que hoy tengamos acceso a dichas devociones rituales, a semejante universo de fe, a menos de dos horas en un vuelo comercial desde Miami, en las laderas de un macizo volcánico que posee cada uno de los ecosistemas principales del planeta, en caseríos orientados hacia las mismas costas en las que Colón desembarcó en 1499, sugiere una continuidad de conocimiento, sabiduría y tradición que solo puede inspirar asombro y esperanza.

Tal vez este sea el sentido y el propósito final del mito, voces ancestrales que se extienden hacia el futuro para informar a los vivos. Romi Kumu y la Madre Creadora vigilándonos todavía, dejando que los ríos fluyan, llenando la tierra de vida, nutriendo a los jóvenes y regando el mundo con la gracia, la sabiduría y el poder de las mujeres, las Hijas del agua.




Fuente: El Espectador 



LUCY, PRIMERÍSIMA CHICA


Por Laura Restrepo
15 de noviembre 2020 

S alve, abuela, te digo aunque eres casi una niña, Lucy, porque pese a tus tres millones y pico de años, se calcula que debiste morir a los 25. Y qué pequeñita eres, y qué graciosa, una mujeruca de apenas un metro diez, y eso que estás más o menos erguida, porque inauguraste la costumbre andar de pie. Por ahí vas tú, muy desenvuelta en dos patas, o mejor dicho piernas según las llamamos hoy día: esta negrita que va caminando, esta negrita tiene su tumbao, te cantaría Celia Cruz, la guarachera mayor, para celebrar tu recién adquirido garbo. 


viernes, 20 de marzo de 2020

Darwin y el debate sobre creación-evolución

Por Rafael Velasco, sj. Rector de la Universidad Católica de Córdoba Sábado 7 de marzo de 2009
La teoría de la evolución puede explicar cómo se ha dado el proceso de evolución hasta la forma humana; pero no puede dar respuestas a las preguntas más acuciantes que nos hacemos los seres humanos: ¿qué sentido tiene el mundo, la vida, la especie humana?

Este año se cumplen 200 años del nacimiento de Charles Darwin y 150 años de la primera edición de su célebre libro El origen de las especies.
La teoría científica de la evolución, expuesta en esa obra, encendió un encarnizado debate entre “evolucionismo” y “creacionismo”, que ha sido sostenido durante mucho tiempo.

Durante años la teoría de la evolución fue criticada particularmente desde los ámbitos religiosos por considerarse que contradecía los relatos del libro del Génesis, de donde abreva la fe monoteísta, que sostiene: “Un Dios creador de todo desde la nada”.
La teoría de la evolución desplazó contundentemente los argumentos religiosos sostenidos durante siglos. Muchos sintieron que se le quería quitar espacio a Dios. Que si era verdad lo del evolucionismo, entonces las cosas no eran como la Biblia dice. O la Biblia o Darwin estaban en un error.
Muchos tomaron este argumento lineal y decretaron que Darwin se equivocaba. No faltaron, tampoco, quienes dijeron, desde el mundo científico: por fin nos hemos sacado a la religión de encima.
Lamentablemente, la discusión no ha estado siempre correctamente enfocada. Y el problema no residió tanto en la teoría de Darwin, sino en una inadecuada comprensión del mensaje de la Biblia.
Una lectura bíblica. Comprender mejor el sentido de los textos bíblicos que narran los relatos de creación en los que los creyentes fundamos nuestra fe en un Dios creador, tal vez ayude a acceder a una comprensión más amplia. De este modo, comprobaríamos que la teoría científica de la evolución de las especies no contradice la fe en un Dios creador, fundamentalmente porque estamos hablando de dos planos diferentes, que no se excluyen y pueden ser complementarios. (...)

Interpretación bíblica y ciencia. Los textos, como ya dijimos, no intentan ser textos científicos y menos en el sentido positivista de ciencia que poseemos hoy. Pretender eso sería un anacronismo.
Los libros de la Biblia son libros de teología, es decir libros que contienen afirmaciones acerca de Dios, y en ese sentido son considerados verdaderos por los creyentes, pero no son, ni pretendieron ser nunca, libros científicos o históricos en el sentido en que comprendemos actualmente la ciencia histórica. Comprenderlos así ha sido –en su momento– un serio error de las Iglesias (no sólo de la Iglesia Católica) y de las religiones en su versión más fundamentalista.
Si leemos los relatos de creación, desde esta perspectiva que he expuesto aquí, y que es en el fondo una sucinta síntesis de lo que la exégesis actual –católica y protestante– afirma, no podemos encontrar de ninguna manera fundamento para afirmar que la Biblia quiera explicar que la creación fue así, como se relata, en esa sucesión.
No hay, tampoco, argumentos, desde esta perspectiva, para negar un proceso de evolución que ha ido dando origen a la vida y las diferentes especies. No hay fundamento para negar –desde la fe– que el proceso evolutivo sea el modo en el que Dios va creando un mundo en evolución, un mundo que sigue evolucionando. Ya Pierre Teilhard de Chardin, sj, lo afirmó en El Medio Divino y otras obras suyas.
Si el tiempo del mito es justamente intemporal; entonces es posible afirmar que según la Biblia, Dios continúa creando el mundo. Constantemente somos sacados del barro, el soplo de Su Espíritu nos inspira y podemos ser amigos de Dios y de todo lo creado.
Desde la teología de la creación se puede afirmar que Dios va obrando en las causas naturales, a través de ellas de manera misteriosa pero real, de modo trascendente, en y más allá de la historia. El plano de la acción de Dios sólo puede ser comprendido plenamente desde la Fe, aunque no es irracional.
Finalmente. La teoría de la evolución puede explicar el fenómeno; es decir cómo se ha dado el proceso de evolución desde las primitivas formas de vida, hasta la forma humana; pero no puede dar respuestas a las preguntas más acuciantes que nos hacemos los seres humanos: ¿qué sentido tiene el mundo, la vida, la especie humana? Quién se adentre a esos interrogantes humanos, deberá tomar otros caminos: la filosofía, la metafísica, o la religión.
Al final, León Tolstoi tenía razón cuando afirmaba: “La ciencia no nos sirve, porque deja sin responder las dos preguntas fundamentales: qué nos es dado esperar y qué debemos hacer”.
Fuente: La Voz del Interior

Lectura completa del artículo: (http://archivo.lavoz.com.ar/nota.asp?nota_id=495901)

miércoles, 18 de marzo de 2020

Nuestros antepasados

Hasta mediados siglo XIX se consideraba que la especie humana tenía una antigüedad de pocos miles de años. Una consideración que fue cuestionada, el 1859, cuando Charles Darwin publicó su libro El origen de las especies. El proceso evolutivo —defendía— sólo es comprensible con una nueva visión del tiempo, un tiempo infinitamente dilatado: la evolución de los seres vivos exige hablar no de miles de años sino de millones de años. Cuatro años después del libro de Darwin, se descubrió el primer fósil Neanderthal: los científicos comenzaron a aceptar que podían haber existido humanos diferentes de sus contemporáneos.






Ciertamente, los huesos encontrados en Alemania, en el valle del río Neander (thalsignifica «valle»), eran muy parecidos a los del hombre actual pero con más espesor y robustez. Hoy sabemos que el hombre de Neanderthal, una subespecie de Homo
sapiens (Homo sapiens Neanderthalensis), apareció en Europa hace 300.000 o 250.000 años; posteriormente, hace unos 35.000, se extinguió: no es un antepasado nuestro.



Los humanos somos primates. Con la desaparición de los dinosaurios, hace unos 65 millones de años, unos primates, los prosimios, proliferaron en medio de un entorno vegetal nuevo, el de les primeras plantas con flor. ¡Nuestros remotos antepasados primates aparecieron y evolucionaron junto con las primeras flores!

Pocos millones de años después, ya en la era terciaria, apareció otra rama de primates, el suborden de los antropoides que, posteriormente, se bifurcará originando la gran variedad de monos y la superfamilia de los hominoides. De los hominoides, millones de años después, surgió la familia de los póngidos (chimpancé, gorila, orangután y gibón) y la familia del homínidos (austrolopitecos